jueves, 9 de febrero de 2012

El fin de la travesía

Diez segundos.
Diez segundos para justificar mi existencia
(Harold Abrahams,
Campeón olímpico de 100m)
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Pocas veces en mi vida me había sentido tan feliz, exultante, conmovido y eufórico como cuando llegué al Alto del Vino hace unas semanas. Los que podrían ser los grandes logros de mi vida, también los pequeños logros que en mi fuero interno considero enormes, las buenas noticias que he tenido la fortuna de recibir, y las veces en que la suerte quiso pasarse a mi bando estuve yo bastante feliz, quizá eufórico, exultante o conmovido, pero no la suma de las anteriores.

La principal razón de este desmadre de alegría se debe a que seis meses antes había sido intervenido quirúrgicamente en la rodilla, después de aguantarme unos tres años con
una lesión que sólo me dolía cuando intentaba practicar algún deporte en el que tuviera que hacer algo más que caminar, y eso incluía montar bicicleta.

Seis semanas estuve usando muletas tras la cirugía, moviéndome lo mínimo posible, y otras cuatro semanas yendo a terapias para recuperar la movilidad, porque no podía siquiera hacer el gesto de un pedalazo. Hacia septiembre pude volver a dar pequeños paseítos de unos cuantos
minutos y para octubre intenté nuevamente la subidita al Alto de Patios, con el para otros desconsolador resultado de haber tenido que descansar a mitad de camino y llegar desbaratado.

A mediados de octubre ya pude subir de un tirón, aunque mucho más lento que algunos que suben trotando, y tuve mi última sesión de seguimiento de ortopedia, en la que me confirmaron que la recuperación había sido un éxito, pero que no volviera a hacer ejercicio fuerte, que usara (por mi bien) la bicicleta solo para
recorridos planos y cortos y que fuera feliz con mi vida tranquila sin esfuerzos desmesurados.

Cuando quise protestar mostrando mis humildes progresos subiendo Patios, el ortopedista me dijo que, ya que parecía ser bastante importante para mí (y gracias a mis años de usuario de la bicicleta) podía hacer todo el ejercicio que no me causara dolor, y de eso me agarré como si fuera una balsa de la que dependiera mi vida.

La buena noticia de los siguientes días en que comencé a hacer todo el ejercicio que no me causara dolor fue que el dolor andaba embolatándose y se demoraba en aparecer, de manera que primero llegaba el agotamiento, el pinchazo o la puerta de la casa. Al cabo de unos días me llevé la bicicleta a la casa materna con la intención de montar en el mes de vacaciones que iba a permanecer allí, cosa que no hice con mucho juicio. Con el final de las vacaciones acercándose, me dio la ocurrencia de regresar a Bogotá en Bicicleta (algo que ni cuando estaba sin lesión me atreví a intentar), así que entrené (en realidad, seguí dando paseos) un poco más exigentemente y de repente me estaba despidiendo y me lancé a explorar lo desconocido.

Una semana después estaba ahí en el alto del Vino, emocionado hasta la médula. Aún quedaban 25 kilómetros para llegar a Bogotá, pero eran de bajada, así que fue en ese preciso lugar que me ag
arré la cabeza a dos manos y me dije "Caramba, no puedo creer que lo haya logrado" y me sentía como esos campeones olímpicos que lloran en el podio. No era tanto haber subido el Alto del Vino desde La Vega (ya lo había hecho un par de veces hace ocho años) o que haya hecho los 300 km desde Manizales en 3 días. Los últimos 300 metros del alto fueron un remolino de imágenes que resumían años de buenas y malas noticias, noticias de todo tipo, y sentí (como Harold Abrahams) que esos pocos segundos iban a justificar mi existencia.
Es probable (ojalá así sea) que esa travesía la vuelva a hacer varias veces en el futuro; supongo que será más fácil terminarla porque conoceré mejor la ruta, sabré cómo prepararme y tendré como referencia que ya una vez la terminé. En cambio, en esta primera vez lo que tenía en mente era la recomendación médica de no esforzarme mucho, y el recuerdo de que seis meses antes aún estaba caminando con muletas, de ahí la emoción y las ganas de lanzar gritos de júbilo. En medio del éxtasis vino a mi mente el lema de la maratón de Boston, que en realidad puede aplicar para cualquier aventura de esa magnitud:

“Como muchos deportes, el maratón es un microcosmos de vida. El maratonista puede experimentar el drama de la existencia diaria tan evidente para el artista y el poeta... Para el maratonista, la agonía y el éxtasis se convierten en un sentimiento familiar. La jornada de Hopkinton a Boston revela lo que pasa a un ser humano cuando se enfrenta a sí mismo y al mundo que lo rodea... Y por qué sobrevive o falla al reto”. (G. Sheehan, Trad. F.J. Díaz).

El resumen dirá que sobreviví y no fallé en el reto, que experimenté el drama de la existencia diaria y que la agonía y el éxtasis se convirtieron en sentimientos familiares: Fueron 1200 km en cuatro semanas, dos puertos de montaña de categoría especial, cuatro de primera categoría, cinco departamentos, cuatro pinchazos, menos fotos de las que hubiera querido y una enorme sonrisa que no se me borró en todo el recorrido, y que espero que no se me borre en un buen tiempo. Ahora, iré por más.

2 comentarios:

Fernando Ahumada dijo...

Felicitaciones Alijunakai, no sabia que tenia tantos kilometros a cuestas. De verdad que es muy motivador leer su relato.

Anónimo dijo...

Chevere